martes, 1 de julio de 2014

De soledades y otras "menudencias".

Historias envueltas en Niebla Espesa.

A las 10 y 47 a eme toqué el timbre del consultorio clínico que queda cerca del restaurante donde mi hijo ama comer pai de limón.

A las 11 a eme el galeno, especialista en ginecología y obstetricia hacía su aparición sin bata blanca, según recuerdo, comenzó a atender a sus pacientes. 6 mujeres se encontraban sentadas en la sala de espera, todas, las embarazadas y las que no, estaban solas, yo me encontraba ahí, era la última en la lista a ser atendidas, y al igual que ellas también acudí sola.

A la 1 pe eme la joven secretaria dijo con suave voz: -Ya puede pasar señora Helena. La mujer dejó a un lado la revista de farándula que estaba leyendo y se dispuso a entrar al consultorio.

Traté de contar la 105 puntadas de un tejido que se volvió interminable mientras esperaba mi turno, trataba, pero entre uno que otro grito del narrador de fútbol sintonizado en la tv pantalla plana que colgaba de la pared, me perdía y volvía a retomar la cuenta desde cero, en eso estuve hasta que la señora Helena salió del consultorio, pálida, temblorosa. Contrariada sacó los billetes de su monedero para pagar lo que cuesta que alguien verifique tu salud ginecológica. Pagó, dos pasos luego no pudo seguir caminando, se sentó a mi lado mientras la robótica secretaría llamaba a la Sra Zaida, una morena altísima que lucía una esplendorosa barriga de unos seis meses de embarazo.

Helena respiraba profundo, nerviosa trató de incorporarse nuevamente y no pudo. Le pregunté si se sentía mal, si quería que llamase al médico, me dijo que no y siguió respirando hondo.

Helena tendría unos 45 o 50 años, de piel blanca y unos ojos negros aterrados. Me miró y me dijo: -Parece que tengo cáncer de útero- y rompió a llorar. Sólo quedábamos ella, la inexistente figura de la secretaria y yo. Al momento de decir su terrible diagnóstico, me miraba como buscando una respuesta, un consuelo.

-¿Quiere que llame a su esposo?- le pregunté mientras tomaba su mano derecha y trataba de idear la mejor forma de consolar a una perfecta desconocida.

-No, él está trabajando- dijo la mujer blanca de ojos aterrados que acudió sola a una consulta ginecológica.

Un patético silencio invadió la sala, sólo sus sollozos se dejaban oír a ratos. Ella estaba incrédula, desesperanzada, desesperada. No puedo siquiera imaginar los miedos que corren la mente de una mujer que recibe semejante noticia.

Le dije que esperara, que se calmara para que pudiera pensar mejor. Fue justo en ese momento en el que la estúpida secretaria me llamó, era mi turno. Antes de entrar al consultorio le dije a la Sra Helena que tratara de calmarse, que esperara, que bebiera un poco de agua y llamara a algún familiar para que la buscase.

Al salir del consultorio Helena caminaba hacia la puerta de salida, me apresuré a pagar el precio que cuesta que alguien verifique tu salud ginecológica y apuré el paso tras ella. Salimos juntas del edifico aquel y caminamos por la acera. Helena ya no lloraba, caminaba con sus ojos aterrados incrustados en el pavimento. No sé cuantas cosas me presté a decirle para tratar de apaciguar su angustia.

Llegamos a una esquina y ella detuvo un taxi que pasaba. Me dio las gracias y se fue.
Unos segundos después, a lo lejos vi perderse el taxi que llevaba a la Sra Helena y a la muerte a cuestas.

Hay soledades que se escurren, hay soledades implacables, hay soledades desesperanzadas.

A las 3 pe eme entraba a la sala de mi casa, mi madre, al verme preguntó:
 -¿Y qué te dijo el Dr?

-Nada, que tengo "un útero hermoso".

Y eso ya no importaba.

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